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¿Evangelio a la carta?

“Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo.”

Gálatas 1:10

Actualmente, nos encontramos frente a una de las grandes crisis de la historia de la Iglesia. Es evidente que las largas horas de persecución y martirios que quedaron plasmadas a lo largo de los tiempos fueron realmente una bendición, cuando observamos aquello que tenemos frente a nuestros ojos hoy. Me refiero a la descarada proliferación de falsas iglesias, dirigidas por falsos pastores o falsos maestros, y compuestas por falsos creyentes, pero que, sin embargo, se erigen públicamente como si poseyeran la verdad por el simple hecho de portar una Biblia, hablar haciendo un uso tangencial de ella, y ¡qué decir!, por portar un título, logo o nombre cristiano, a expensas de la verdad.

Hoy en día es muy común ver “iglesias” que se dedican a satisfacer las necesidades y gustos de cada uno de sus fieles mediante la introducción de nuevos métodos de iglecrecimiento, al punto de comprometer por completo los principios bíblicos, esto es, la verdad. Es abominable observar como la psicología, el humanismo y la mercadotecnia dictaminan como dirigir al supuesto cuerpo de Cristo. Incluso aún dentro del cristianismo verdadero se está viendo cómo el huracán del postmodernismo azota torrencialmente.

La ambición de los profetas de la prosperidad y la necesidad de los ministros del falso evangelio “a la carta” para mantener sus templos con asistentes, les hacen levantar edificaciones de templos millonarios, atractivos, cómodos y que evocan sensualidad. Usar el Antiguo Testamento como una justificación del edificio de iglesia no es solamente incorrecto, sino un argumento que se destruye a sí mismo. La antigua economía mosaica de sacerdotes consagrados, edificios consagrados, rituales consagrados y objetos consagrados ha sido destruida para siempre por la obra de Cristo en la cruz. Además, ha sido reemplazada por un organismo no jerárquico, no ritualista y no sacramental llamado Iglesia, que no deja de serlo por reunirse bajo las estrellas.

Dios no está interesado en que se le construya un templo hermoso y gigantesco, toda vez que, en su aseidad y trascendencia, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas (Hechos 17.24) y, en su inmanencia, el verdadero cristiano es templo de Dios, y el Espíritu de Dios mora en él (1 Corintios 3.16). Su voluntad es, por tanto, que se anuncie el Evangelio del Reino de Dios y ser glorificado entre Sus hijos. En otras palabras, la edificación material no es para Dios, sino para los hombres, y si el culto que ha de desarrollarse dentro de sus puertas es para Dios y no para los hombres, ¿cuál sería el sentido de que la estructura, decoración y luces capturaran la atención humana?

Por otra parte, tampoco se trata del número de personas que asistan. Los estadios se llenan cuando juega el club de preferencia, las playas se saturan cuando es verano, en las cordilleras abundan las familias cuando hay nieve y, lamentablemente, si de números de feligreses se trata, el Papa lleva el estandarte. El creciente número de las megaiglesias, de los clubes sociales que se reúnen en el nombre del Señor, o los centros en donde se promueve el falso evangelio de la prosperidad, puede deberse por lo menos a tres cosas:

  1. Por la ignorancia de sus asistentes, considerando que esta, por lo general, ha sido fuente de ganancias para otros que han utilizado sus débiles conciencias a fin de arrastrarlos doquiera desean llevarlos;
  2. Porque sus asistentes no soportan la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oídos, acumulan para sí maestros conforme a sus propios deseos;
  3. Por la búsqueda del placer personal.

Esto es lo que se conoce como “cristianismo nominal”. El cristiano nominal es una persona que lleva el nombre de cristiano, pero que no lo es en realidad. Se identifica con una iglesia cristiana o con la fe cristiana, pero contradice los principios cristianos que se encuentran en la Santa Palabra de Dios. Este es uno de los grandes enemigos de la verdad, pues, virtualmente, pareciera mostrar un creciente nivel de cristianismo en determinado lugar o región, pero en realidad, la búsqueda del crecimiento y expansión en términos numéricos en desmedro del Evangelio bíblico, no es otra cosa que amontonar personas que serán igualmente condenadas.

Iglecrecimiento versus avivamientos genuinos

Cabe precisar, que no debemos confundir los movimientos de iglecrecimiento con los avivamientos genuinos que se han desarrollado a lo largo de la historia, toda vez que los primeros recaen en una actividad totalmente humana en el nombre del Señor, mientras que los segundos son obra de Dios, en donde Él derrama soberanamente de Su Gracia de forma abundante.

Hoy en día se tiende a usar la palabra avivamiento simplemente para definir “a muchas personas reuniéndose en un templo, cuyas reuniones están cargadas de emocionalismo, euforia colectiva, glosolalias babélicas, danzas frenéticas y sensuales, llantos sin arrepentimiento genuino, cantos de invocación del Espíritu al antiguo modo de los rituales indígenas, lecturas supersticiosas de la Biblia, supuestas visiones, adivinaciones “proféticas”, batallas entre danzadores guerreros y “demonios”, y todo desorden sin provecho espiritual”, pues tales cosas tienen un efecto inmediato pero no duradero, tal como sucede con el consumo de drogas. Y, ¿cómo no compararlo con estas? Si es evidente que muchas de aquellas personas, quizás la mayoría, cuando se encuentran en una reunión que carece de estos elementos, manifiestan síndrome de abstinencia, mostrando inquietud y deseo por estos estupefacientes, y, de no encontrarlos, les parece demasiado aburrida la reunión, sin vida, sin provecho.

Generalmente en estas congregaciones no encontramos ni la centralidad de la Palabra, ni el mensaje centrado en Cristo, tampoco la predicación del Evangelio bíblico, ni la confrontación del pecado como pecado, ni el temor reverente hacia la santidad de Dios. Llamar avivamiento a algo que carece de las características anteriores no es consistente con la Palabra de Dios ni tampoco con la historia de la Iglesia.

A partir de 1517, durante la época de la Reforma, Europa se vio arropada por un avivamiento que llegó a cambiar ciudades y naciones. Escocia, como nación, adoptó una confesión de fe evangélica, que llegó a ser hasta promulgada de manera oficial. Esta visitación divina cruzó el océano, y ya para los años 1730’s, en Estados Unidos se configuró el primer Gran Despertar, encabezado primordialmente por Jonathan Edwards, quien predicó su sermón más famoso “Pecadores en manos de un Dios airado” el 8 de Julio de 1741, en Enfield, Connecticut, que a día de hoy sigue impactando vidas profundamente. Se cuenta que aquel día las personas cayeron al suelo llorando a causa de un genuino arrepentimiento, y hasta dándose golpes en el pecho por la profunda convicción de pecado que cayó sobre la congregación. La otra figura importante de este avivamiento fue George Whitefield, un predicador inglés que fue usado por Dios para predicar en múltiples denominaciones. Whitefield llegó a viajar a Gales, a Inglaterra, a Escocia (catorce veces) y a Estados Unidos (siete veces). El año 1740, Whitefield estuvo en Estados Unidos por 42 días, y en ese tiempo predicó 175 sermones. Las historia es testigo de las múltiples conversiones genuinas en aquellos años, y de la devoción de estos hombres por ser vasos de barro en las manos de Dios. De él se dice que llegó a predicar a audiencias de 20.000 personas sin un micrófono. Cuando Dios se mueve, todo a nuestro alrededor se mueve.

Podemos resumir, por tanto, una distinción clara entre el iglecrecimiento y un avivamiento genuino, ofreciendo algunas características esenciales:

  • Un avivamiento genuino manifiesta una sólida centralidad en la Palabra de Dios y en la verdadera adoración; mientras que el iglecrecimiento se enfoca en capturar las emociones, ya sea a través del placer o del miedo, ofreciendo celebraciones o entretenimiento a sus asistentes, o haciendo uso de palabras condenatorias cuando no se encuadran en sus doctrinas humanas.
  • En el primero, encontramos predicaciones cristocéntricas y el Evangelio cruzcéntrico, con una firme y amorosa confrontación del pecado, que Dios mismo utiliza para generar en los oyentes un genuino arrepentimiento y un despertar hacia la santidad; mientras que en el segundo ofrecen mensajes que acarician los oídos de sus escuchas, cargados de contenido motivacional o, en el mejor de los casos, tratan el pecado con un mero error que convierte al hombre en objeto del amor de Dios, y no de Su ira santa como enseñan las Escrituras, generando falsas conversiones, y consecuentemente, falsos cristianos que poseen una fe muerta.
  • En un avivamiento observamos que Dios produce un gran número de conversiones, pues son muchos los que son incorporados a la familia de Dios, al cuerpo de Cristo, quienes manifiestan evidentemente el resultado que produce la Regeneración, esto es, se ven claramente cambios en los estilos de vida de personas, poblados, e incluso ciudades; mientras que en el movimiento de iglecrecimiento simplemente se congregan (1) por un deber cultural, (2) por satisfacción personal, o (3) por ignorar la condición espiritual de ese lugar y desconocer que existen Iglesias verdaderas y saludables.

El verdadero Evangelio

El Evangelio verdadero llama a los pecadores al sacrificio, retándolos a tomar su cruz todos los días y seguir sin reservas al Señor Jesucristo (Lucas 9.23). Este Evangelio está centrado en Dios, no en el hombre; invita a la auto-humillación, no al amor propio; incita al sacrificio personal, no a la realización personal; es espiritualmente centrado, no psicológicamente motivado. Quienes responden positivamente a él someten voluntariamente todo al Señor Jesucristo. Pero como señalaría un autor, el verdadero Evangelio ha sido progresivamente sustituido por una falsificación que busca la satisfacción de sus consumidores:

La primera función de un mercadeo exitoso es dar a los consumidores lo que quieren. Si quieren hamburguesas más grandes, hagan más grandes sus hamburguesas. ¿Bebidas con seis sabores de frutas? Hecho. ¿Minifurgonetas con diez portavasos? Póngales veinte. Hay que mantener satisfecho al cliente. Hay que modificar el producto y su mensaje para que supla sus necesidades si quiere establecer mercado y mantener a raya a la competencia.

Hoy día, esta misma mentalidad consumista ha invadido al cristianismo. ¿Dicen que el culto de la iglesia es demasiado largo? Pues acortémoslo (cierto “pastor” garantiza que sus sermones ¡nunca duran más de siete minutos!). ¿Demasiado formal? Vístase con ropa deportiva. ¿Demasiado aburrido? ¡Espere a oír nuestra banda de música!

Y si el mensaje es demasiado agresivo, acusador o exclusivista, que asusta, que es increíble, difícil de entender, o demasiado lo que sea para su gusto, hay “iglesias” por todas partes que están ansiosas de ajustar ese mensaje para que usted se sienta más cómodo. En esta nueva versión del cristianismo usted es socio del equipo, diseñador de la vida de la “iglesia”, y se deja por fuera toda autoridad anticuada, los sentimientos de culpabilidad, la responsabilidad y los absolutos morales.

Una “iglesia”, que no vale la pena nombrarla para no darle plataforma, envió hace poco una circular prometiendo “atmósfera informal y reposada con buena música de nuestra banda”, y que los que asistan, “aunque usted no lo crea, se divertirán”. Eso sería excelente si se tratase de un café o algo por el estilo, pero quienquiera que pretenda llamar a las personas al Evangelio con tales cosas como prioridades, las llama a una mentira, realmente está ofreciendo otro evangelio diferente. Es “cristianismo” para consumidores: cristianismo ligero, redirección, cristianismo diluido e interpretación errónea del Evangelio bíblico, en un intento por hacerlo más digerible y popular. Sabe muy bien al tragarlo, y cae bien. Parece que amortigua lo que [usted] siente, y le rasca donde pica; está hecho a la medida de sus preferencias.

Pero esa ligereza jamás se comparará con el Evangelio verdadero y salvador de Jesucristo, porque está diseñado por el hombre y no por Dios, y es vacío y no sirve para nada más que acarrear gente a la condenación.

A decir verdad, es peor que inútil, porque los que oyen el mensaje del cristianismo ligero piensan que están oyendo el Evangelio y creen que están siendo rescatados del castigo eterno, cuando en verdad están siendo trágicamente descarriados.

El verdadero Evangelio es un llamado a negarse uno mismo. No es un llamado a la auto-realización. Eso lo pone contra la proclamación contemporánea del evangelio, en la que los ministros ven a Jesús como un genio utilitario. Uno frota la lámpara, Cristo sale y le dice que puede tener lo que se le antoje; uno le da la lista, y Él la cumple. En contraste con el “cristianismo ligero” o liviano, el verdadero Evangelio no ofrece el cielo en la tierra sino el cielo en el cielo. Dicho Evangelio bíblico produce auténticos discípulos del Señor Jesucristo, no simpatizantes superficiales.

En la sección de Lucas 14, según indica la triple repetición del término “discípulo” (vv. 26, 27, 33), el contexto es acerca de lo que significa ser un verdadero seguidor de Cristo. Se trata de un llamado evangelístico hecho por Jesús para acudir a Él (v. 26), lo cual es ir en pos de Él (v. 27) y ser un discípulo auténtico, no un aspirante, potencial o secundario.

La palabra griega traducida como “discípulo” es mathētēs, un término amplio que identifica a un aprendiz o estudiante. En la antigua cultura judía los rabinos eran itinerantes, que viajaban en compañía de sus discípulos. Aunque nunca se le reconoció como tal por parte del sistema religioso, a Jesús con frecuencia lo llamaron Maestro (Mateo 26.25; Marcos 9.5; 11.21; Juan 1.38, 49; 3.2; 4.31; 6.25; 9.2; 11.8), en parte, porque al igual que los rabinos, Él era un maestro ambulante que tenía discípulos. Esos primeros discípulos se encontraban en diferentes niveles de compromiso, que van desde totalmente comprometidos a nominalmente comprometidos y a curiosos no comprometidos. A lo largo de su ministerio, Jesús dejó en claro los requisitos para ser un auténtico discípulo, y los manifestó en los términos más absolutos. Como resultado, los discípulos superficiales o falsos discípulos comenzaron a abandonarlo (Juan 6.60, 66; cp. Lucas 8.13-14), especialmente porque la actitud de Israel hacia Él se endureció en forma de incredulidad y rechazo. Para cuando su ministerio en la Tierra llegaba a su fin, Jesús se había vuelto aún más categórico acerca del discipulado.

Con el transcurso del tiempo, el término “discípulo” sufrió una metamorfosis y asumió un significado más puro y más restringido, por lo que en el libro de Hechos se convirtió en un sinónimo de “cristiano” (11.26; cp. 26.28) y describía a aquellos que eran verdaderos creyentes, que estaban en Cristo y con Cristo (6.1-7; 9.1, 10, 19; 9.26, 36, 38; 11.29; 13.52; 14.20-22, 28; 15.10; 16.1; 18.23, 27; 19.9, 30; 20.1, 30; 21.4, 16).

El capítulo 13 del Evangelio según Lucas concluye con el pronunciamiento de juicio que el Señor hizo sobre la nación de Israel y sus dirigentes por haberlo rechazado (vv. 34-35). Pero Jesús todavía invitaba a individuos a convertirse en Sus discípulos, igual que hizo en este pasaje (cp. 12.8; 18.18-24). Esta sección se convierte en un punto estratégico en el Evangelio según Lucas. Por los pasajes anteriores es evidente que los dirigentes religiosos judíos, confiados en el cumplimiento de la ley, las tradiciones y los rituales, no sabían cómo ser salvos, y por consiguiente no podían llevar al pueblo a la Salvación (cp. 6.39; Mateo 23.15). Confiaban en sus ceremonias religiosas y sus logros morales, y se negaban a humillarse, lo cual dio como resultado que se les excluyera del Reino (14.24) junto con todos los que los seguían. Ellos no podían llevar a nadie a la Salvación. Solo producían hijos “del infierno” (Mateo 23.15). A diferencia de la ignorancia condenatoria de los líderes religiosos, Lucas relata la enseñanza que Jesús impartía con autoridad en cuanto al verdadero camino de Salvación. El Señor usó varias metáforas para describir la Salvación, tales como entrar al reino de Dios (18.24), tener vida eterna (18.18), y ser confesado por Él delante de Dios (12.8-9). Aquí comparó la Salvación con llegar a ser Su discípulo. Por tanto, llegar a ser un discípulo de Cristo no es subir a un plano superior en la vida cristiana sino llegar a ser salvo; pasar de muerte a vida (Juan 5.24); de la oscuridad a la luz (Hechos 26.18); del reino de Satanás al reino de Cristo (Colosenses 1.13).

Lo que Jesús proclamó en este pasaje es increíblemente extremo. No se trataba de un cambio de imagen, sino que exigió una negación completa, en los términos más absolutos de la palabra. Retó a los pecadores a reconocerlo como Señor Soberano, divino Gobernante, Rey, Maestro y Salvador.

Jesús nunca invitó a alguien a hacer una oración corta y fácil para recibir vida eterna. Tampoco manipuló a nadie para que tomara una decisión emocional, ni dio una falsa seguridad de Salvación por interés superficial. Nunca enseñó que el camino al cielo es amplio y fácil, sino que advirtió que “estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mateo 7.14), y afirmó que las personas tendrían que esforzarse por entrar en él (Lucas 16.16). Jesús advirtió: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 7.21). Solo quienes perseveran en su Palabra (Juan 8.31) y cuyas vidas manifiestan el fruto de la Salvación (Juan 15.8; cp. Mateo 3.8) son realmente Sus discípulos, y solo ellos son salvos del juicio condenatorio y del infierno.

El verdadero discípulo debe abandonar sus prioridades del pasado

Jesús resumió las prioridades de los no regenerados en tres categorías principales: egoísmo, relaciones y posesiones. Pero el texto de Lucas indica que, si alguno viene a Jesús para Salvación debe preferir a Dios antes que a su familia. Llegar a Cristo es una terminología para la expresión inicial de la Fe que salva. Jesús declaró que quien hace eso debe aborrecer a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas (Lucas 14.25-27, 33).

La frase “a su” resalta la prioridad natural y el afecto normal por nuestra familia. La Salvación trae conmoción en el hogar cuando el nuevo verdadero creyente trata de coexistir con incrédulos. Los familiares que rechazan el Evangelio incluso pueden aislar a quienes lo creen. En Mateo 10.34-36, Jesús advirtió que las familias se dividirían a causa de Él: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa” (cp. Lucas 12.51-53).

Sin embargo, la enseñanza del Señor de que es necesario aborrecer a nuestra familia no es incongruente con los mandatos bíblicos de que los hijos deben honrar a sus padres (Éxodo 20.12), que los esposos deben amar a sus esposas (Efesios 5.25), que las esposas deben amar a sus esposos (Tito 2.4), y que los padres deben amar a sus hijos (Tito 2.4; cp. Efesios 6.4). Aborrecer, en este contexto, es una manera semítica (hebrea o judía) de expresar preferencia. Por ejemplo, Dios declaró en Malaquías 1.2-3: “Amé a Jacob, y a Esaú aborrecí” (cp. Romanos 9.13). El punto no es que Dios tuviera rencor u odio arbitrario hacia Esaú, sino más bien que prefirió a Jacob al haber dado Su promesa a través de él. De igual modo, cuando Génesis 29.31 relata que Lea fue menospreciada (la palabra hebrea literalmente significa “aborrecida”) por Jacob, no significa que él la despreciara y la detestara, sino que amaba más a Raquel (cp. Deuteronomio 21.15-17).

Entonces, aborrecer a los propios familiares significa preferir a Dios por encima de ellos, haciendo caso omiso de lo que desean si eso entra en conflicto con lo que Dios requiere; significa amar más a Dios y menos a ellos. Jesús manifestó: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí” (Mateo 10.37). Todos los demás amores deben estar subordinados a amar a Dios con todo el corazón, el alma, la mente y las fuerzas (Lucas 10.27).

Las palabras de Jesús se habrían entendido claramente en el contexto del siglo I. Cuando personas judías se comprometían con Jesucristo, a menudo sus familiares las aislaban. Según observa el comentarista del Nuevo Testamento:

En esa época, una persona judía que se decidía por Jesús alejaba a su familia. Si alguien quería más la aceptación familiar que la relación con Dios no podía llegar a Jesús, dado el rechazo que inevitablemente seguiría. En otras palabras, en el siglo I no podía haber devoción casual por Jesús. Una decisión por Cristo marcaba a la persona y, automáticamente, eso venía con un costo. (Las comparaciones contemporáneas se podrían ver en ciertos ambientes de naciones ex comunistas de Europa Oriental, en países musulmanes, o en familias asiáticas muy cerradas). El fenómeno occidental moderno donde una decisión por Cristo es popular en la comunidad social más amplia no era el caso en el escenario de Jesús, lo cual complica nuestra comprensión del significado de una decisión de asociarse con Cristo. En la actualidad alguien puede asociarse con Cristo simplemente porque eso es culturalmente apropiado, en vez de hacerlo por las verdaderas razones espirituales. Tal “decisión” era imposible en el siglo I. Si alguien elegía asociarse con Jesús, tal persona recibía una reacción negativa, a menudo desde el interior del hogar.

(Luke 9:51-24:53, Baker Exegetical Commentary on the New Testament [Grand Rapids: Baker, 1996], p. 1285).

En segundo lugar, para que una persona llegara a Jesús, debía aborrecer incluso también su propia vida (cp. Juan 12:25), o no podría ser Su discípulo. El llamado a la Salvación es una invitación al sacrificio (cp. Lucas 17.33); marca el final de que los pecadores sean las autoridades reinantes en sus vidas y, en vez de eso, los invita a someterse como esclavos a la autoridad de Jesús como Señor, Rey y Maestro. Tal desinterés se extiende hasta el punto de la muerte, según deja en claro la siguiente declaración de Jesús: “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (cp. 9.23-25; Mateo 16.24).

El tesoro celestial es tan valioso (Mateo 13.44), y la perla de la Salvación tan preciosa (v. 46), que los verdaderos discípulos deben estar dispuestos a renunciar a sus existencias, si Dios lo desea, con el fin de obtener la vida eterna. Jesús pide abandono total.

Se debe observar que esta no es una obra meritoria previa a la Salvación por la que alguien obtiene Justificación. Pablo insistió en que la Salvación es “por gracia… por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2.8). Jesús declaró “que ninguno puede venir a [Él], si no le fuere dado del Padre” (Juan 6.65). Sin embargo, la Salvación no está separada de la voluntad del pecador. Jesús ordenó a las personas: “Arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1.15), y advirtió a los incrédulos: “Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13.3, 5). Pedro retó a sus oyentes: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3.19), y Pablo predicó que “Dios… ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hechos 17.30; cp. 26.20). Tales mandatos presuponen la responsabilidad del pecador de obedecerlos, haciendo uso de su habilidad natural.

Alguien que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser discípulo de Cristo. Aquí, Él está abarcando la totalidad de personas, y la palabra “todo” abarca no solo dinero, sino también el “yo”, relaciones y bienes materiales. No hay excepciones ni privilegios para estos requisitos absolutos e incondicionales.

Apotassō (renuncia) literalmente significa “alejarse de” (Hechos 18.18, 21; 2 Corintios 2.13), o “despedirse de” (Marcos 6.46; Lucas 9.61). Fue la falta de voluntad del joven rico para renunciar a sus posesiones lo que hizo que se alejara de Cristo (Lucas 18.18-23) y se perdiera eternamente. Jesús no está abogando por el socialismo o comunismo, ni por desprenderse de todo y llevar una vida de pobreza. Su propósito es que aquellos que han de ser Sus discípulos deben reconocer que son administradores de todo y que no poseen nada. Y si el Señor les pide que renuncien a todo, deben estar dispuestos, porque amar al Señor produce la obediencia que Él requiere, y además, se convierte en el mayor deseo y gozo de los verdaderos discípulos.

La lección es clara. Jesús no quiere seguidores que se lancen al discipulado sin pensar en lo que esta decisión implica. También es claro con relación al costo. El hombre que llegue a Jesús debe renunciar a todo lo que tiene… Estas palabras condenan a todos los tibios (énfasis añadido). Desde luego, Jesús no está desalentando el discipulado, sino que está advirtiendo contra el apego irreflexivo y cobarde, a fin de que los seres humanos conozcan la verdad. Él desea que consideren el costo y calculen todo lo que pierden por causa de Jesús para que puedan entrar al discipulado con alegría y vigor (The Gospel According to St. Luke, The Tyndale New Testament Commentaries [Grand Rapids: Eerdmans, 1975], pp. 236-37).

El costo del ser un verdadero discípulo

Porque, ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a edificar, y no pudo acabar. ¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de paz.

Lucas 14.28-32

Estos dos ejemplos demuestran la importancia de entender el sacrificio requerido al hacer un compromiso con Cristo. Tal y como sucede con todas las ilustraciones y parábolas de Jesús, estas dos describen situaciones conocidas para sus oyentes. El punto es que las personas deben considerar el costo antes de emprender cualquier tarea importante en la vida.

¿Cuánto más importante es considerar el precio antes de comprometerse con Él? El primer ejemplo muestra a un hombre que piensa edificar una torre. Pudo haberse tratado de una torre de vigilancia para protección de sus enemigos, o de una fortaleza para almacenar sus bienes. Cualquiera de las dos sería un proyecto visible de construcción, y todos en la comunidad lo habrían sabido.

Preservar el honor y evitar la deshonra personal y familiar eran asuntos sublimes en el antiguo Cercano Oriente. Por tanto, que este hombre haya puesto el cimiento, y luego no pudiera acabar la torre lo habría expuesto vergonsozamente. Habría sido el hazmerreír de la comunidad cuando todos los que hayan visto la torre inconclusa hubieran comenzado a hacer burla de él, diciendo: “Este hombre (una expresión de desprecio y desdén; cp. 5.21; 7:39) comenzó a edificar, y no pudo acabar (ekteleō: terminar completa o totalmente una tarea)”. Para evitar un golpe tan devastador a su honor y prestigio, un hombre que piense construir una torre, primero debe sentarse a calcular los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla.

Mientras que la primera ilustración muestra un acto voluntario, la segunda describe a un hombre lanzado involuntariamente a un dilema fuera de su control. Jesús pidió a sus oyentes que pensaran en un rey que se prepara a marchar a la guerra contra otro rey que está a punto de atacarlo con una fuerza superior. Antes de enfrentarse en combate al rey atacante, ¿no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? ¿No evaluaría el primer rey qué logística, terreno, armamento, estrategia o ventajas tácticas podrían compensar la superioridad numérica de su oponente? En caso contrario, ir a la batalla sería una locura suicida, tanto para el monarca como para sus hombres. Si no tiene ninguna posibilidad de victoria, su único recurso sensato sería, cuando el otro esté todavía lejos, enviarle una embajada y negociar condiciones de paz.

En ambas ilustraciones, Jesús mostró la sabiduría para evaluar cuidadosamente el compromiso que conlleva seguirlo. Él no quiere seguidores superficiales, egoístas, llevados por las emociones, temporales y efímeros, como aquellos representados por las tierras rocosas y llenas de espinos en la parábola del sembrador (Mateo 13.20-22). La verdadera Fe se mantiene firme hasta el final (Marcos 13.13; cp. 1 Juan 2.19).

Conclusión

El paisaje cristiano está lleno de torres abandonadas a medio construir: las ruinas de quienes comenzaron a construir y no pudieron terminar, porque miles de personas siguen haciendo caso omiso a la advertencia de Cristo y planifican seguirlo sin primero hacer una pausa para reflexionar en el costo de hacerlo. El resultado es el gran escándalo de la cristiandad de hoy, llamada “cristianismo nominal”. En países en que la civilización cristiana se ha extendido, grandes cantidades de personas se han cubierto con un barniz decente pero delgado de cristianismo. En cierta manera han llegado a involucrarse lo suficiente como para ser respetables pero no lo suficiente como para estar incómodos. Su religión es un cojín grande y suave. Los protege de las situaciones desagradables de la vida, mientras cambian el lugar y se adaptan a la conveniencia que desean. No extraña que los cínicos hablen de hipócritas en la iglesia y desestimen a la religión como escapismo (Basic Christianity [Downer’s Grove, IL: InterVarsity, 1978], p. 108).

Evitar la fe temporal y falsa exige que los pecadores evalúen sinceramente sus motivos, que examinen la autenticidad de su arrepentimiento, y que determinen si en realidad están manteniendo el compromiso que Cristo demanda de Sus seguidores.

Como se indicó precedentemente, ninguna de estas cosas son obras humanas que puedan ganar la Salvación, la cual es por Gracia, por medio de la Fe. Más bien son señales características de la verdadera Fe, sin la cual nadie, por muy cristiano que parezca, no está sino caminando engañado hacia la condenación eterna (cp. Santiago 2.14-26).